MAYO DE 1968 Y EL MARXISMO LIBERTARIO

Por Daniel Guerin

Ya hace una cantidad de años que creí distinguir en el seno de la juventud francesa los gérmenes de una rebelión libertaria. Entre otras cosas seguía con atención y –por qué esconderlo– con simpatía, los arranques de los jóvenes proletarios, más o menos proscriptos por la sociedad burguesa, enfrentados con los “canas” y también con los “viejos”: los camisas negras, las bandas organizadas de los barrios o de los H. L. M.

Me daba cuenta que la juventud, en su conjunto, más allá del caso específico de los jóvenes “sociables”, no pertenecía a nadie. Su aparente escepticismo no era ni indiferencia ni diletantismo, menos aún nihilismo, sino rechazo global a los falsos valores de todos sus mayores, ya fuesen éstos señores apasionados por la jerarquía y la autoridad, o stalinistas, nuevos jesuitas, obedientes peritide ac cadaver.

En el curso de un debate radiodifundido sobre la juventud, hacia principios de 1958, creí poder afirmar:

“El socialismo siempre está vivo en la conciencia de los jóvenes, pero para que los atraiga sería necesario que rompiese con las monstruosidades del stalinismo, que se les mostrase como libertario”.

Al año siguiente, publiqué una recopilación de ensayos precedidos por la siguiente dedicatoria:

“A ti, juventud de hoy, dedico estos ensayos. Sé que te apartas de las ideologías y de los ‘ismos’ que las carencias de tus mayores han terminado por volver huecos. Sé que alimentas una desconfianza tenaz (¡y cuán justificada, desgraciadamente!) respecto a todo lo que tiene que ver con la ‘política’. Sé que los buenos señores que pensaron acerca del problema social en el siglo XIX (y que se citan con frecuencia en la presente recopilación) te parecen viejos barbudos. Sé que el ‘socialismo’, tan a menudo traicionado y tan descaradamente deshonrado por los que dicen sostenerlo, suscita tu justo escepticismo.

“En tus respuestas a la encuesta sobre la New Wave, no tuviste peros en decir: ‘No es de desear un futuro socialista a causa de esa subordinación absoluta del individuo a una idea política y al Estado.’

“Pero lo que te aparta del socialismo –nos dices– no es la perspectiva de poner fin a la opresión del hombre por el hombre, son los ‘burócratas y las purgas’.

“Dicho de otra manera, desearías el socialismo si fuese auténtico. En tu mayoría tienes un sentimiento muy vivo de la injusticia social, y muchos son en tus filas los que tienen conciencia que “el capitalismo está condenado”.

“Por otra parte, estás apasionadamente ligado a la libertad, y uno de tus portavoces escribe que “la juventud francesa es cada vez más anarquista”.

“Como M. Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, tú eres anarquista sin saberlo. Frente a ese vejestorio en bancarrota que es el socialismo jacobino, autoritario y totalitario, el socialismo libertario lleva el sello de la juventud. No sólo porque es el secreto del futuro, el único sustituto posible –a la vez racional y humano– de un régimen económico históricamente condenado, sino también porque corresponde a las aspiraciones profundas, aunque todavía confusas, de la juventud, sin cuyo acuerdo y participación sería inútil pretender reconstruir el mundo.

“Pienso, escribe uno de estos jóvenes, que en el curso de mi vida veré derrumbarse esta civilización. Por mi modesta parte, deseo vivir tanto tiempo como para ser, contigo, juventud, testigo y actor de esta gigantesca barrida. Y ojalá que el proceso al falso socialismo que es objetivo de esta recopilación pueda sugerirte algunos de los materiales con los que construirás, con un entusiasmo donde el escepticismo ya no tendrá cabida, una sociedad más justa y más libre.”

La revolución de mayo de 1968 ha confirmado ampliamente esta anticipación. Fue una gigantesca barrida. Ejecutada por la juventud no sólo estudiantil sino también por la juventud obrera, ligada a aquélla en razón de la solidaridad de la edad y la alienación común. En la universidad como en la fábrica y en el sindicato, la dictadura de los adultos locales, ya fuesen éstos maestros, patrones o bonzos sindicales, fue cuestionada, mejor dicho: profundamente sacudida. Y esta explosión inesperada, surgida como un rayo, contagiosa y devastadora, fue en gran medida anarquista.

Tuvo por origen una crítica no sólo de la sociedad burguesa sino también del comunismo poststalinista, la que se profundizaba año a año en el medio universitario. Fue alimentada, en particular, por la declaración de guerra del pequeño grupo “situacionista” a la “miseria en el medio estudiantil”. Se inspiró en la rebelión estudiantil de los diversos países del mundo y especialmente de Alemania.

Tomó como armas la acción directa, la ilegalidad deliberada, la ocupación de los lugares de trabajo; no dudó en oponer a la violencia de las fuerzas de represión la violencia revolucionaria; enjuició todo, todas las ideas recibidas, todas las estructuras existentes; repudió el monólogo profesoral así como el monarquismo patronal; puso fin al reino del vedettismo y de la figuración individual; quiso ser anónima y colectiva; de hecho, en algunas semanas hizo el aprendizaje de la democracia directa, del diálogo de las mil voces, de la comunicación de todos con todos.

Bebió gustosamente el vino de la libertad. En sus innumerables reuniones y foros de toda clase, se reconoció a cada uno el derecho de expresarse plenamente. En la plaza pública, transformada en anfiteatro (pues la circulación había sido interrumpida y los contestatarios estaban sentados en la misma calle), la estrategia de la guerra callejera fue larga, amplia y abiertamente discutida.

En el patio, los corredores y los pisos de la Sorbona, colmena revolucionaria donde cualquiera podía entrar, todas las tendencias de la revolución, sin exclusivismos, dispusieron de stands donde instalaban su propaganda y su literatura.

Con la ayuda de esa libertad conquistada, los libertarios pudieron salir de su anterior insularidad. Combatieron codo con codo junto a los marxistas revolucionarios de tendencias “autoritarias”, casi sin animosidad recíproca, olvidando temporariamente las fricciones del pasado. Al menos durante la fase ascendente de la lucha, en la que todo estaba subordinado a la fraternización contra el enemigo común, la bandera negra se mezclaba con la bandera roja sin competencia ni preeminencias.

Toda autoridad fue desacreditada, o peor todavía, ridiculizada. El mito del vejete providencial que ocupaba entonces el trono en el Elíseo fue menos socavado por el discurso serio que pulverizado por medio de la caricatura y la sátira: “él es su careta de carnaval”.

La fábrica de palabras parlamentaria fue negada con el arma mortal de la indiferencia: una de las largas marchas de los estudiantes a través de la capital llegó a pasar un día ante el palacio de los Borbones sin dignarse siquiera reconocer su existencia.

Una palabra mágica halló eco durante las gloriosas semanas de mayo de 1968 tanto en las facultades como en las fábricas. Fue tema de innume- rables debates, de pedidos de explicación, de recursos a precedentes históricos, de exámenes minuciosos y apasionados de las experiencias contemporáneas relativas: la autogestión. En particular, fue ampliamente aportado el ejemplo de las “colectividades” españolas de 1936. Los obreros concurrían por la noche a la Sorbona para iniciarse en esta nueva solución del problema social. Una vez de regreso en el taller, se entablaban, alrededor de las máquinas inmovilizadas, discusiones acerca de ella. Desde luego que la revolución de mayo de 1968 no puso en práctica la autogestión, se detuvo en el umbral, mejor dicho, en el mismo principio. Pero la autogestión quedó alojada en las conciencias y, a pesar de sus detractores, resurgirá de las mismas tarde o temprano.

Esta revolución, por último, tuvo la suerte de encontrar en un concierto de millares de voces, un portavoz: un joven estudiante, judío franco- alemán, de veintitrés años. Daniel Cohn Bendit no es, para hablar con propiedad, un teórico. En el plano de las ideas, su hermano mayor, Gabriel, profesor en un liceo francés, lo supera en madurez como en saber. Tuvo sucesivamente una formación marxista y luego una libertaria, que se refleja en el libro publicado bajo la firma de los dos hermanos, un libro marxista libertario.

Pero Cohn Bendit está dotado de atractivos más impactantes que las cualidades de escritor. Se ha revelado como un agitador nato, de los que no veíamos más en Francia hace largo tiempo, como un orador de raro poder, directo, realista, a la vez prudente e incitante, imponiéndose sin demagogia ni artificio a una juventud que abomina de la retórica politiquera.

Por otra parte, pese a desempeñar, por la fuerza de las cosas, el papel de vedette, se niega a jugar al líder y considera que sigue siendo un militante estudiantil entre otros. Para De Gaulle, mensajero de Dios, era Satanás. Los burgueses no se lo perdonan, menos aún los stalinistas, que aquél trató –lo merecían–de crápulas.

En cuanto a ciertos grupúsculos de tendencias autoritarias, parecen resignados, demasiado pronto, a su escandalosa expulsión de Francia. Unos y otros se equivocan, sin embargo, si creen haberse desembarazado de él: ausente o presente, está siempre –el marxismo libertario está siempre– junto a ellos.

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