Amadeo Bordiga
Extracto de: «El Programa Comunista», № 31
Junio-Setiembre de 1979, p. 63–69
Ayer
Todos los renegados que han abandonado el terreno de la clase y de la guerra social para situarse en el de la guerra entre los ejércitos de los Estados y naciones, buscan su orientación histórica en las tradiciones francesas de 1792–93. Ahora bien, en un pasaje tan importante que Lenin lo recordó en 1915, Marx ponía en guardia al proletariado parisino precisamente contra esas tradiciones: «El entusiasmo de una parte de los obreros parisinos por la ‹ideología nacional› (la tradición de 1792) atestigua de su parte una debilidad pequeño-burguesa, que Marx había señalado en su época y que fue uno de las causas de la derrota de la Comuna»[1].
También nosotros lo repetimos con él. Repetita iuvant. Cuando Mussolini abandonó definitivamente el partido de clase y el marxismo[2], puso como epígrafes del «Popolo d’Italia»:
«La revolución es una idea que ha encontrado bayonetas» – Napoleón;
«Quien tiene hierro tiene pan» – Blanqui;
y derramó su propaganda en favor de la guerra democrática, libertadora, nacional, socialista y revolucionaria a la vez, es decir, toda esa pacotilla en nombre de la cual sus dignos discípulos terminaron por colgarlo boca abajo.
El esquema del burgués es el siguiente: idea – fuerza armada – interés de clase. El esquema del revolucionario proletario ingenuo es: idea proletaria – fuerza armada proletaria – interés de clase proletario .
Por el contrario, el esquema dialéctico marxista es: interés real de clase proletario – lucha de clases proletaria y dos derivaciones paralelas: organización en partido de clase y teoría revolucionaria; conquista y ejercicio armado del poder proletario.
En el chismorreo literario, los procesos tradicionales de la revolución burguesa constituyen modelos para la revolución obrera. En la posición científica del marxismo, el vinculo entre las dos revoluciones se expresa de otro modo: la victoria de la burguesía en sus revoluciones era necesaria para liberar las fuerzas productivas y permitir el pleno encaminarse del capitalismo, lo cual constituye la condición de la generalización de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, y, por consiguiente, de la revolución socialista. De esta última, la revolución burguesa ha sido la premisa, no el modelo.
El desarrollo de las situaciones históricas reemplaza las evocaciones poéticas y las confusiones de payasos entre ardor patriótico y fuerza revolucionaria, cuyas saturnales vimos durante la segunda guerra mundial en las resistencias de los partisans. Podríamos ver cosas peores en una tercera guerra por parte de grupos siempre nuevos de discípulos del «mussolinismo», como lo llamamos con razón.
Las sucesivas guerras entre Francia y las coaliciones euro peas que terminaron con la restauración de la monarquía absoluta representaron un estadio fundamental para la difusión del capitalismo en Europa (difusión que no fue impedida en realidad por la victoria de los ejércitos feudales, aliados a la Inglaterra archi-capitalista). En todo este periodo histórico, los revolucionarios burgueses no solo hacen una política de patriotismo y de nacionalismo extremo, sino que arrastran consigo al proletariado naciente. Ambos son empujados a esta política, así como a las ideologías que se derivan de ella, por la necesidad social de abolir los últimos vínculos feudales. Sin embargo, esto no significa que el choque militar de los Estados y de los ejércitos sustituya a la guerra civil entre las clases que se disputan el poder. El hecho determinante del desarrollo social sigue siendo la lucha entre las clases, que se enciende sucesivamente en todos los países; sin esto no podríamos explicar el desarrollo mismo de las guerras, con la generalización del militarismo moderno y su nuevo carácter de masa. Los jacobinos mismos, pese a la nueva «batalla de las Termópilas» que se libraba en las fronteras de Francia (y cuyo Leónidas, Dumoriez, no tardó en traicionar y en acabar como un traidor), no desviaron ja más el centro de su atención de la lucha interior.
Las coaliciones comenzaron cuando la monarquía aún tenía el poder bajo una forma constitucional, y los revolucionarios extremistas acusaron a los monárquicos, y luego a los republicanos moderados, de haber provocado las guerras: Antes de declarar la guerra a los extranjeros, destruyamos a los enemigos del interior…, hagamos triunfar la libertad en el interior, y ningún ene migo osará atacarnos. Con el progreso filosófico y el espectáculo del bienestar de Francia extenderemos el imperio de nuestra revolución, no con la fuerza de las armas y la calamidad de la guerra». La realidad dialéctica difiere mucho de los clichés románticos y de la historia novelesca en expansión. El 10 de agosto de 1792, los moderados dominan la Asamblea Legislativa Nacional, mientras que los jacobinos controlan el Consejo General de la Comuna. La guerra parece terminada, pero la traición del general monárquico Lafayette provoca la caída de Longwy, luego de Verdún, y la noticia de que los prusianos de Brunswick marchan hacia la capital llega a París. La Comuna toca a rebato, el pueblo se reúne y pide armas. Danton entra en la Asamblea y le impone medidas de defensa militar. Pero los sans culottes tienen algo más urgente que hacer que ir al frente: antes de marchar con sus «épicas columnas» hacia Chálons, corren a las prisiones y ajustician a los inculpados contrarrevolucionarios que el gobierno tarda en juzgar.
No era «nuestra» revolución y no le pedimos modelos, pero podemos extraer una enseñanza. Tal como el marxismo lo puso en evidencia, la revolución proviene más de la máquina que de la guillotina. Pero, para sus propios actores y sus ideólogos más resueltos, la revolución provino más de la guillotina que del cañón. La batalla decisiva fue ganada en el frente interno, y no en Valmy o en Jemmapes.
Sabemos que el marxismo ha considerado las guerras del período 1792–1871 como guerras de desarrollo. Para simplificar, se las puede llamar guerras de progreso, pero sin caer en la trampa de las «guerras de defensa». En realidad, Lenin subraya con toda razón que pueden ser también guerras «ofensivas», y que en la hipótesis de guerras entre Estados feudales y Estados burgueses los marxistas podrían «justificar» la acción del Estado más avanzado, «independientemente de quien haya comenzado las hostilidades». El argumento era directamente polémico y estaba dirigido contra los socialistas franceses y alemanes que estaban unos y otros por la guerra bajo vil pretexto de «defensa» . Esto quiere decir que si, en un momento histórico dado, una guerra es revolucionaria», debe ser apoyada aun cuando no sea defensiva. En el fondo, cuando existe, la guerra revolucionaria es típicamente una guerra de ataque, de agresión. Este argumento dialéctico destruía la vil hipocresía de todas las campañas que movilizan a las masas para la guerra aparentando no prepararlas y no querer la guerra, sino estar obligados a rechazar la guerra preparada y querida por el enemigo.
Por tanto, no es en virtud del criterio moralista de la defensa, diametralmente opuesto al suyo, que el marxismo dio una valoración de las guerras que van de la clásica fecha de 1792 a 1871, sino que lo hizo colocándose desde el punto de vista del efecto de las guerras sobre el desarrollo general. Muchas veces consideró en su crítica como útiles y aceleradoras ciertas iniciativas de ofensiva militar, como por ejemplo la de Napoleón III en 1859 y la de Prusia en 1866. No se trata, pues, de decir que hasta 1871 el partido marxista estuviese por la «defensa de la patria» o por la «defensa de la libertad», sino algo completamente distinto .
Tras la victoria de la contrarrevolución en 1848, Marx y Engels, lo hemos repetido a menudo, no solo lamentaron que el proletariado no hubiese vencido, sino también que aún subsistiese un obstáculo histórico al pleno imponerse del poder burgués en toda Europa. Desgraciadamente, a pesar de que esos objetivos no eran directamente los suyos, estaba muy claro que los obreros y los socialistas deberían aún apoyarlos y derramar su sangre por ellos. Pero de allí a aceptar, aunque fuese en la propaganda, los principios y los conceptos de nación, patria y democracia propios a los burgueses (como lo hacen sin pudor los ex-marxistas de hoy), hay una gran distancia. Si la constatación histórica que hemos hecho debiese conducir a semejante conclusión, toda la política de la lucha de clases y de la función propia del proletariado se derrum baria. Una cosa es decir que para el establecimiento completo del sistema productivo capitalista aún hay luchas que serán conducidas bajo las banderas de las ideologías patrióticas y nacionales, y que al proletariado le interesa que esas luchas triunfen. Otra muy distinta es hacer suyas las reivindicaciones patrióticas y nacionales en sí mismas. De 1848 a 1871, Marx y Engels siguieron el camino recto sin la menor vacilación. Hoy, cuando esa posición histórica no se repite y pertenece a un pasado lejano, vemos una doble traición ;la mentira que falsifica la situación sosteniendo que faltan las condiciones de base de la lucha de clases y que es preciso aún satisfacer exigencias previas de liberación nacional, y la infamia que consiste en conducir esas campañas no como reivindicaciones históricas pasajeras, sino adhiriendo abiertamente a las ideas generales y anticlasistas del interés nacional y del deber patriótico, en cualquier momento y fase histórica.
Tras 1848, por ejemplo, Engels estaba furioso porque la burguesía alemana era cobarde y retardataria hasta el punto de ser incapaz de liquidar los vestigios del feudalismo, y seguirá con un paciente y detallado análisis los latigazos que la historia le dará en los episodios de 1859, 1866, 1870… Pero desde 1850 critica despiadadamente la ideología y la política de los refugiados demócratas con Mazzini, Ledru-Rollin y otros semejantes, y despelleja un texto del «Comité Central Democrático Europeo». Se trataba de movimientos que eran tal para cual con los recientes bloques de emigrados antifranquistas y antifascistas, y con la propaganda que nos ha envenenado durante toda la guerra de 1939–45. Escuchemos a Engels: «Por lo tanto, progreso – asociación – ley moral – libertad, igualdad, fraternidad – familia, comuna, Estado – carácter sagrado de la propiedad, crédito, educación – Dios y Pueblo. . . el resumen de este evangelio es un estado social en el que Dios constituye la cima, y el pueblo, o como se lo llama luego, la humanidad, la base. Es decir que esos señores creen en la sociedad actual, en la que Dios es notoriamente la cima y la vil plebe la base».[3]
La ironía es feroz y la cita no necesita ser más larga. Ha pasado un siglo exactamente. ¿Pero de qué otros platos podría nutrirse la propaganda cominformista?.
En su prefacio de 1874 a la Guerra de campesinos, Engels reivindica todas sus invectivas y apóstrofes contra el sordo burgués alemán, y sus complacencias dialécticas por Solferino, Sadowa, Sedán. Un incauto lo tomaría por un precursor del Anschluss: «Los alemanes de Austria deben plantearse ahora de una buena vez esta cuestión: ¿Qué quieren ser, alemanes o austríacos? ¿De qué parte quieren estar, de la Alemania o de la de sus apéndices transleitanos extraños a la Alemania?»[4].
¡Qué racista este Engels! ¡Qué material para la leyenda de la pareja pangermana Marx-Engels, semejante a la pareja paneslava Lenin-Trotsky!
El análisis critico marxista no se deja engañar por la forma semiburguesa y espuria del régimen estatal de Berlín tras la fundación del Imperio. Por el hecho mismo de que no han desaparecido todas las instituciones feudales, este tipo de Estado puede parecer una dictadura de clase imperfecta, como también lo son en esa época las mismas repúblicas parlamentarias burguesas. Con el pretexto de que esos gobiernos bastardos no son directamente comités de negocios de la clase industrial, la especulación reaccionaria ha tratado de asegurarles el apoyo de movimientos equívocos de corporativismo obrero. Con su admirable visión histórica, Engels definió al régimen del imperio Hohenzollern, tras la victoria de 1870, como bonapartista. En el prefacio de 1874 antes citado, reivindica haber dado ya esta definición en la Cuestión de la vivienda de 1872. Al igual que la primera y la segunda dinastía napoleónicas, semejante régimen parece tener una red burocrática y militar más potente que las clases. Pero, explica Engels, tiene por fundamento el impetuoso curso del capitalismo. Y Engels pone en evidencia la estructura social de la Alemania de 1874: resuelto desarrollo industrial; nacimiento de un proletariado numeroso y consciente; trasplante desde la Francia del Según Imperio no solo de los miles de millones de indemnizaciones de guerra, sino también el «índice más preciso del florecimiento industrial, es decir, la especulación […] que encadena condes y duques a su carro triunfal»[5].
Este análisis podría enseñar mucho a todos los que buscan la clave de actualísimas formas burguesas. ¡ Pero atención, Engels no propone una campaña por una forma plenamente democrática contra el bonapartismo alemán con el pretexto de que éste es una forma burguesa retrógrada! El bonapartismo fue la vía para sacar a Prusia de la época feudal, para sacarla de su estado «semifeudal». Las fórmulas de Engels son siempre cristalinas:
«En todo caso, el bonapartismo es una forma moderna de Estado que tiene como condición la supresión del feudalismo»[6].
Bromeando, Engels fija para 1900 el fin de este penoso proceso de aburguesamiento del poder alemán, pero a cada paso espera que la fuerza proletaria pronto pueda abatir en bloque a nobles, junkers, terratenientes e industriales burgueses.
En 1914, el desarrollo económico alemán se ha vuelto uno de los hechos preeminentes de la escena mundial. Sus datos llevan a Lenin a designarlo como uno de los imperialismos tipo. ¡Y he aquí que el bufonesco «mussolinismo» internacional, es decir, el socialpatriotísmo logra convencer a la gente, en todos los grandes países (exceptuando Italia), de que la guerra contra el Káiser es la guerra revolucionaria por excelencia, con el pretexto de que el imperio alemán querría, no ya disputar mercados imperialistas para su aparato industrial ultramoderno, sino restaurar la época feudal! ¡Guerra, pues, para defender la revolución democrática-burguesa amenazada permanentemente, a rehacer permanente mente!
Hoy
La potente demolición del oportunismo efectuada por Lenin y la Tercera Internacional se funda, por tanto, en posiciones políticas y en directivas marxistas que declaran cerrada la fase de las luchas entre feudalismo y capitalismo. Esta demolición se aplica integralmente a la valoración de la segunda guerra imperialista que estalló en 1939.
Así como se puede deducir del texto de Engels que tras la situación a fines del siglo pasado la próxima guerra ya no podía ser una guerra de liquidación del feudalismo, también se puede deducir del texto de Lenin de 1915 que la segunda guerra imperialista, y todas las otras, al igual que la guerra de 1914, ya no podían ser definidas como guerras de defensa y de liberación nacional de cualquier lado del frente que fuere.
Lenin lo dijo explícitamente: nuestra tarea solo estará correctamente cumplida con «la transformación de la guerra imperialista en guerra civil (…). No podemos saber si con motivo de la primera o de una segunda guerra imperialista de las grandes potencias durante o después de esta guerra, estallara un fuerte movimiento revolucionario pero, en todo caso, nuestro deber imperioso es trabajar sistemáticamente y sin tregua en esta dirección» (de la guerra civil, de la victoria de la lucha de clase)[7].
De cualquier lado del frente, todos los que sostuvieron durante la guerra de 1914 la política de la guerra de defensa, de la guerra nacional, de la guerra democrática, imponiendo silencio a la lucha de clase en nombre de esos objetivos burgueses, traicionaron la línea de Marx y Engels. Asimismo, en la guerra de 1939, todos aquellos que en todos los países burgueses, en Alemania, Francia, Inglaterra, América, Italia, apoyaron la guerra de los gobiernos, colaborando con ellos militar y políticamente, traicionaron, por la mismísima razón, la línea de Lenin, la única línea revolucionaría proletaria
En efecto, así como en 1914 se quiso ver el renacimiento del feudalismo en el Kaiserismo de esa Alemania que se había vuelto uno de los primeros Estados industriales, en 1939 se repitió los mismo a propósito de la Alemania de Hitler y de la Italia de Mussolini. Se sostuvo también que un resultado de la guerra favorable a los alemanes y una derrota de países democráticos, Francia, Inglaterra y América, habría hecho retroceder un siglo a la historia y habría vuelto necesario nuevamente la revolución liberal, es decir, la revolución burguesa. Al igual que entonces, se invocó y se practicó la política del bloque y de la unión sagrada con los gobiernos burgueses de oposición a los gobiernos de Berlín y de Roma, dando así oxigeno a esas Oposiciones prácticamente muertas que ya no merecían más que el entierro; se renunció a la lucha de clase y a la guerra civil.
La guerra fue interpretada por los nuevos socialtraidores como una guerra «revolucionaria» en el sentido de la revolución burguesa. La cuestión tiene otro aspecto, que este «Hilo del Tiempo» no trata por el momento: el de la «guerra revolucionaría proletaria», o de lo que se llamó la «defensa nacional revolucionaría» que estaría a la orden del día tras la conquista del poder por los obreros. Lenin luchó duramente también contra los engaños y las falsas posiciones de esta tesis y debió almohazar a los Kámenev y Zinoviev, y luego a los Bujarin y Stalin sobre todo. Pero aquí solamente tenemos en cuenta las justificaciones de la guerra en nombre de una supuesta «revolución» antifeudal y burguesa. No se puede negar que se hizo una verdadera orgía con esas justificaciones en la propaganda contra el Eje, siguiendo así el dictado de las radios inglesas y americana.
Si la propaganda contra el Eje se hubiera fundado en motivos clasistas, no se hubiese tenido que pasar por la fase de la alianza Berlín-Moscú por el reparto de Polonia, ni hubiese existí do la adhesión servil y siempre actual a la exaltación de la «liberación nacional . En Italia, por ejemplo, no hubiese existido la apología del «Segundo Risorgimento» y de la «revolución liberal», con los que se identificó el regreso al poder de algunos imbéciles, antifascistas impotentes, antiproletarios de viejo cuño, viejos mussolinistas típicos y repugnantes que datan de la primera orgía guerrera que se desenvolvió al son de la democracia burguesa, nostálgicos de la lejana victoria de la primera guerra mundial (que como siempre se debió a los ejércitos extranjeros, puesto que la más alta empresa nacional se llamó Caporetto)[8].
La revolución burguesa fue algo serio en la historia e imprimió su sello a guerras grandiosas. Las dos últimas guerras en Europa no fueron guerras revolucionarías, sino masacres de esclavos del Capital.
Notas:
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«El socialismo y la guerra», op.cit.
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A fines de octubre de 1914, Mussolini, entonces director de L’«Avanti!» fue excluido del Partido Socialista Italiano por haber tomado una posición de «neutralidad activa» frente a la guerra, preludio de su adhesión a la guerra junto a los aliados que el defenderá en el «Popolo d’Italia».
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En la «Neue Rheinische Revue – Politisch-ökonomische Revue» No 5- 6, mayo-octubre de 1850.
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Prefacio de 1870 a «La guerra de campesinos»; los «apéndices trans-leitanos» designan a Hungría (siendo Leita el afluente del Danubio que la separa de Austria).
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Prefacio de 1870 a «La guerra de campesinos»
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Prefacio de 1870 a «La guerra de campesinos»
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«El socialismo y la guerra», op.cit.
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Nombre del desastre militar del ejército italiano frente a los austríacos en octubre 1917.