Por Jasper Bernes
Traducción a cargo de Pietruszka / Reyerta & Revolución
La emancipación de la clase trabajadora debe ser, como nos han enseñado la historia y Marx y Engels, conquistada por la propia clase trabajadora[1]. La clase de los proletarios debe organizarse a sí misma, debe autoorganizarse, ya que ¿en quién más se puede confiar para abolir la sociedad y el dominio de clase sino en aquella clase que no puede gobernar? En este sentido, toda lucha de clases significativa presupone la autoorganización, preludio de la insurrección, si no de la revolución. Pero, ¿quién es el sujeto, el “auto-”, de la autoorganización? ¿qué es la clase trabajadora en sí? No puede ser la suma de cada trabajador particular, en tanto organizado por el capitalismo, ya que eso no es, por definición, autoorganización, sino que organización-por-otros. Tampoco puede ser el producto de todos los trabajadores organizados el uno para el otro, porque eso es simplemente comunismo, sin dejar espacio para otra clase y, por lo tanto, sin espacio para las clases o la clase como tal. Debe ser, entonces, la diferencia producida por algún sector de la clase al sustraerse a sí misma de su organización por el capitalismo y para la clase dominante. La autoorganización es siempre asunto de alguna sección de la clase que quisiera ser el todo, pero no lo es. La autoorganización nunca es, entonces, la clase misma, sino una fracción de la clase sustraída de las relaciones dadas. Para organizarse por y para sí mismos, los miembros de una colectividad proyectiva deben hacerlo entre sí, pero, sobre todo, en contra de su organización ya existente por y para el capital. El proletariado da un paso al frente al dar un paso atrás, fuera de la organización existente del mundo. Pero nunca lo hace en su totalidad. El proletariado es siempre sólo algunos proletarios.
La autoorganización no une a la clase trabajadora, sino que la divide; al hacerlo, sin embargo, presagia la abolición de la clase. No la unidad de los proletarios, sino una comunidad humana real. Escisión tras escisión, la autoorganización inscribe la división entre clases dentro de la clase proletaria misma, para que todas las divisiones puedan ser traspasadas. Frente a una fracción autoorganizada, la unidad de la clase se presenta como la subordinación de cada uno de sus miembros a su identidad en tanto trabajador explotado o proletario desposeído. Los trabajadores ocupan sus fábricas, pero nunca son ni todos los trabajadores ni todas las fábricas ni, cuando toca contar las manos levantadas, son los ocupantes siquiera sus propios trabajadores. La liberación significa romper tanto con los propietarios como con los árbitros de la fuerza de trabajo, romper tanto con la clase de los gobernantes como con la clase de los gobernados, con los propietarios y con sus delegados y representantes dentro de la clase que permiten la compraventa de trabajo a granel. Pero, en la misma medida, esta excepcionalidad es también siempre una forma de representación, si no de sustitución. Al organizarse por sí mismas, tales fracciones autoorganizadas rara vez son completamente egoístas en sus motivos, rara vez actúan estrictamente para sí mismas. Esta es la razón por la que suele ser un momento de duelo individual lo que desencadena las cosas: la policía mata a un trabajador, o se despide a una parte de los trabajadores, y luego todos reaccionan, por sí mismos y por los demás a la vez.
Los trabajadores ocupan las fábricas en mayo del 68, por ejemplo, pero sus demandas a la vez son egoístas y no lo son: están con los estudiantes, contra De Gaulle y por ellos mismos. Inspiran a y son inspirados por otros proletarios cercanos y lejanos, con y sin trabajo, dentro y fuera de cualquier límite sociológico que podamos trazar. Los rebeldes de la Comuna de París, de la Comuna de Shanghái, de Berlín en 1918, Bolonia en 1977 y Argentina en 2001 actúan por sí mismos y por los demás, no sólo en París o Shanghái o Bolonia o Buenos Aires o El Cairo, sino en París y Shanghái y Bolonia y Buenos Aires y El Cairo. En la medida en que actúan de tal manera que hacen posible una posterior superación de la clase misma, entonces actúan en nombre de todos los proletarios, incluso y especialmente de aquellos que aún no han nacido en la miseria. De esta manera, en tanto introducen algo nuevo en la lucha de clases, algo imitable, inspiran simpatía, solidaridad e imitación por todas partes. Este es el significado secreto del término comuna, que es siempre un fragmento de algún comunismo aún no establecido, una parte sin un todo que, sin embargo, se trata a sí misma como un todo, un París comunista sin una Francia comunista, un centro de la ciudad convertido en campamento armado, una fábrica ocupada convertida en emblema de la autonomía proletaria como tal.
Como afuera, también adentro. El yo de la autoorganización es espectral, disolviéndose en cualquier momento en los extremos deshilachados de los yo individuales. Es por eso que todos los intentos de representar, de contar, de fijar el campo revolucionario en su lugar, como sea que este se defina, deben fracasar. En la acción colectiva, las personas juntas creen lo que individualmente dudan, haciendo que los límites de tales acciones sean indiscernibles. La autoorganización es una especie de razón fanática: algo es racional porque, en la acción colectiva, la gente lo vuelve racional. Desde el Intervalo Rojo revolucionario de 1917-23 hasta las décadas de 1960 y 1970, esta es la conclusión que nos vemos obligados a sacar de los impactantes reveses y traiciones de los mayores éxitos proletarios revolucionarios. Esta dinámica se planteó con mayor claridad, quizás, en la Alemania de 1918, al alba de la Revolución Rusa, aunque solo sea porque allí la institución más masivamente inercial del movimiento obrero, el SPD, se enfrentó a uno de los campos más grandes de autoorganización proletaria revolucionaria jamás vista. Los comunistas como Rosa Luxemburgo, alineados con la Liga Espartaquista y sus sucesores, esperaban superar tácticamente al ala izquierda del capital recurriendo al apoyo sustancial demostrado por los consejos de trabajadores y soldados de noviembre, formaciones espontáneas que habían puesto fin a una guerra mundial y derrocado al imperio alemán. Pero, en las votaciones, los trabajadores cuentan como capital modular, como trozos individuales de capital variable, cabezas de familia, ciudadanos y consumidores. Entonces, una especie de incertidumbre heisenbergiana acompaña a la autoorganización. Algún sujeto, algún espectro, se hace sentir, hace notar su presencia, pero no puede ser representado ni observado directamente; de hecho, se disipa a penas se intenta formalizarlo o reunirlo, dar cuerpo al fantasma en constitución.
Esta es simplemente otra forma de decir que el objeto de la autoorganización no es, o no puede ser, la obtención de derechos, porque eso es la organización por y de otro. Por esto el momento del contrato, del acuerdo, es siempre un escándalo para las luchas que insisten en la autoorganización, ya sean piqueteros o zapatistas, ya sea en la Zone a defendre o en la Capitol Hill Autonomous Zone. La autoorganización no puede convertirse en autogobierno, autonomía, sin convertirse en la dominación de cada individuo por alguna noción abstracta de lo colectivo, alguna mediación, sustitución o representación. Como individuos atomizados, empobrecidos y atados al mercado, los proletarios son débiles, pero la colectivización no es garantía contra la heteronomía, ya que el capital trata al trabajo como capital variable, comprado en paquetes que pueden ser individuales o grupales, una función de valor real que podría ser tanto un trabajador como mil o 12.57 trabajadores, lo que sea que eso signifique. La acción colectiva de un movimiento puede ser absorbida como movimiento de capital variable, como flujo de fuerza de trabajo reproducida a una capacidad dada.
Esto explica las repentinas reversiones experimentadas cuando llega el momento de llegar a un acuerdo. En junio del 68, en París, la masa de trabajadores atiende a las negociaciones entre los líderes de las respectivas clases con una indiferencia equivalente a la ferocidad con que paralizaron sus herramientas en la gran huelga de mayo. En el mayo italiano, las organizaciones de base que detuvieron con facilidad el aparato de la industria italiana se disipan con la misma rapidez frente a las negociaciones entre las clases. La informalidad de la autoorganización no se puede desterrar, no se puede formalizar, por más tiranías que imponga esa falta de estructura. Esa falta de estructura, o más bien ese rechazo de la estructura, deriva de las antinomias de la lucha de clases.
Por esta razón, si bien la autoorganización es el presupuesto mismo de la acción revolucionaria, a medida que se desarrolla la revolución se convierte en un obstáculo que la revolución debe superar[2]. Tal vez límite sea un mejor término, ya que no es aquello que la autoorganización hace lo que obstaculiza la revolución, sino lo que no hace. La fracción autoorganizada no puede simplemente sustraerse a sí misma, ya que sigue siendo materialmente dependiente: ese es el camino del suicidio. Tampoco puede simplemente transar o negociar, ya que eso sería organización por y a través de la clase enemiga. Debe extraer del capital y sustraer del Estado aquello necesario para que cada uno se organice con los demás según su propio deseo. Es decir, casi todo. El yo de la autoorganización es proyectivo, prospectivo, aspiracional; no los individuos reales en sí mismos, sino una especie de espíritu que se cierne cerca, pero sólo cerca. No existe aquí y ahora y, por lo tanto, solo puede verse a sí mismo estrictamente como sí mismo —como trabajador en una planta automotriz, padre en un barrio, ciudadano en una ciudad— como, de hecho, el yo de un otro, como algo a ser abolido. La autoorganización siempre lucha por abrirse camino hasta un rincón donde las opciones son el suicidio, el compromiso o la victoria total, lo que es decir, la superación de la oposición entre uno mismo y el otro en el sentido aquí utilizado, la abolición de las clases. En ausencia de la producción del comunismo, de la sociedad sin clases, tal yo se presenta a sí mismo como un espíritu vengativo, que aparece con mayor claridad al destruir las cosas de este mundo.
Notas:
[1] Karl Marx, Estatutos generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
[2] Théorie Communiste, La autoorganización es el primer acto de la revolución, los siguientes van contra ella.