Un tarro de café y un ramo de flores

Zhen
Militante de Liberación
Septiembre 2024

Este texto es una obra de ficción.


Siempre tienes que ponerte guantes para salir de tu casa.

En parte es por el frío, aunque en esta época ya comienza a calentar un poco más el sol; en realidad, es porque cualquiera podría reconocer tus manos. De las venas que las recorren emanan tallos verdes y firmes. Tu compañera, la que desapareció hace muchos años, te corta las flores que te crecen en ellas todas las mañanas y arma un ramo de rosas antes de volver a desaparecer. En la noche, la escuchas gritar, lejos, mientras una corriente eléctrica recorre su cuerpo adolorido.

Para el velorio llevas ese ramo, y un tarrito de café. Ayer le llevaste lo mismo a otra madre con ojos cansados, a otra hermana con la garganta adolorida de tanto llorar. Te pican las manos mientras caminas hacia el norte y cruzas el río, porque ya han comenzado a crecer las raíces en tus venas, que se preparan a florecer mañana por la mañana. Te frotas la piel con el guante que la recubre, con cuidado para no abrirte una herida. Ya has visto mucha sangre.

Mientras caminas, miras detrás tuyo discretamente un par de veces, alerta a cualquier sonido o movimiento extraño. No sería la primera vez que te siguen — pero por suerte parece que hoy no tienes cola. Respiras lento al llegar afuera de la casa, donde está el cuerpo. Si con atención escuchas el viento, crees que puedes sentir el retumbe del intermitente latido de su corazón, por muy muerto que esté. Hay gente afuera de la casa, aunque no mucha; la familia quería un velorio discreto, entonces poca gente se enteró. Pero aquí estás tú igual, afuera de la puerta con tus flores y tu tarrito de café, como siempre.

“Pase, pase,” te dice una mujer mayor, baja y morena con el pelo canoso. Avanza hacia ti con un bastón en mano y una débil sonrisa en los dientes, y mientras miras las arrugas alrededor de sus ojos, te haces la idea de que debe ser la abuela. No se parece a la abuela de Claudia, que conociste anoche al lado de otro ataúd, porque ella llevaba trenzas, y tenía menos canas.

“Gracias tía,” dices, agachando la cabeza.

En el medio del living es donde está el cuerpo, en un ataúd de madera clara con la tapa abierta. Le dejas tu ramo de rosas lentamente en el piso con todos los otros, y cuando lo miras, te está mirando de vuelta.

“Quémalo todo por mí,” te dice, pálido como la nieve. “Prométeme que no los vai a dejar en paz.”

Hablas sin pensar. “Te lo juro, compa.”

Con eso, el cuerpo gélido vuelve a cerrar sus ojos como si nada. Le cae una gota al cristal del ataúd, como una huella en la arena. Tu cara está mojada. Tienes algo en la garganta, y te pican las manos.

Conversas con su madre, y en la mitad de una frase se te olvida si es la madre de Alonso, o de Pablo, o de Claudia, o de Eduardo y Rafael, o de Camilo, o de Macarena, o de Francisca, o de Denisse, o de, o de, o de. Es que las manos de una madre en duelo se parecen, y su voz es igual a la de ayer y la de antes de ayer, aunque sean tan distintas las mujeres que la portan. Ya todos los velorios son iguales. Llevas el mismo tarrito de café y el mismo ramo de flores. Ese dolor que se te acumula atrás de los ojos lo conoces íntimamente, y crees que en cualquier momento te va a sofocar desde los párpados hacia adentro. Tus ojos recorren las paredes de la casa, y no sabes donde ni cuando estás.

Pero miras alrededor tuyo como un náufrago, buscando alguna pista de hacia donde está el norte. ¿Cómo murió? Intentas hacer memoria; quizás así te puedes acordar quién te está doliendo tanto en el pecho. Recuerdas que cuando murió, olía a lacrimógena en el aire. Eso no ayuda; siempre huele a lacrimógena. Incluso ahora lo hueles. Solo te logras arraigar en el momento cuando ves unas fotos de Alonso en un mueble, sonriente y con la mano en los hombros de un compañero. El piso parece moverse debajo de tus pies.

Náusea. Tienes náusea.

Cuando sales de la casa, ya es de noche. Mientras caminas y caminas, tus guantes te aprietan cada vez más las manos, pero no te los puedes sacar aún. Más bien, te arropas: al llegar a tu destino, te pones un polerón oscuro en una esquina, y usas una polera para taparte la cara. Nunca fuiste nadie, pero ahora eres cualquiera o bien eres todos.

La náusea se ha trasladado de tu garganta a tu corazón, y tiene que salir con rabia. A lo lejos, ves otras figuras oscuras, cubiertas con ropa como tú. Una de ellas anda sin guantes, pero sus manos no tienen flores; va a estar bien. Lentamente, les asientas la cabeza, y ellas, esperando tu señal, salen a lo que vinieron.

El resto de la noche no es más que fuego. Lo que ardía adentro tuyo sale por tus manos, por esas raíces de rosal hacia afuera; es lo único que te puede quitar la picazón. Tú y todas las figuras, juntas, dibujan rabia y lágrimas en la calle, hasta que los muros de la comisaría ceden ante la presión de las llamas y se desmoronan. El aire se llena de humo y es difícil respirar, pero tu ya sabes como respirar lo irrespirable, como vivir lo invivible, entonces el avanzar se te da fácil. Las otras figuras cubiertas te acogen entre ellas, y algunas las reconoces por los ojos y por los movimientos. Se mueven como habían pactado de antemano, y las otras que no reconoces viven de la pura espontaneidad. Pero aún así, todas se mueven como un cuerpo único, con un dolor compartido y un propósito claro.

Después te encuentras en las ruinas quemadas, hasta que alguien te toma de la mano. Tus espinas se incrustan en su piel, pero no pareciera importarle porque no te suelta hasta que están lejos, con el sol ya apareciendo detrás de las montañas. Cuando se da vuelta, ahí entiendes porque no tienes su sangre en tus guantes: es tu compañera, la que te arma los ramos de flores y que grita por las torturas en las noches. Su cuerpo incorpóreo te abraza, y sientes todo el calor del vacío en ella. Lentamente, te saca los guantes y comienza a podar, rosa por rosa, hasta formar nuevamente un arreglo de flores. Te sonríe con ojos tristes mientras presiona el ramo de flores en tu pecho. No te dice nada, pero entiendes que las necesitarás de nuevo hoy.

Respiras hondo y profundo, y sientes como las espinas atraviesan tu ropa y se incrustan en tí.

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